Juan Carlos Rojas no se imaginó que el camino hacia su grado como ingeniero biomédico lo llevaría también a escalar la montaña más alta de África. Mientras esperaba la fecha de su ceremonia de grado, escuchaba con atención los relatos de su hermana Nini desde Tanzania: las imágenes, los sonidos y las historias sobre la comunidad masái despertaban en él una inquietud profunda. Con algo de ahorro y el apoyo de su madre, decidió emprender una aventura que, sin saberlo, marcaría su vida para siempre.
Su llegada a Arusha, al norte de Tanzania, no fue como turista. Lo hizo como voluntario, con la intención de aplicar sus conocimientos para contribuir al bienestar de las comunidades masái. Diseñar un sistema de riego para mejorar el acceso a cultivos era su meta inicial. Pero en algún punto del camino, la silueta imponente del Kilimanjaro comenzó a colarse en sus pensamientos. “Si logré llegar a África, ¿por qué no escalar el Kilimanjaro?”, se preguntó.
Con 5895 metros de altura, el Kilimanjaro se levanta majestuoso como el techo del continente. Juan Carlos, cuyo mayor reto físico hasta entonces había sido subir Monserrate, se enfrentaba ahora a una caminata de varios días, en la que el cuerpo y la mente serían puestos a prueba. Al comenzar la travesía, el verde espeso del bosque daba paso, paso a paso, a un paisaje rocoso y árido. Las temperaturas descendían tanto como aumentaba la dificultad del ascenso.
"Pole, pole", repetían los guías suajilis. Despacio, despacio. Era un consejo para evitar el mal de montaña, pero también un recordatorio de vida. Cada paso debía ser calculado, cada pausa valorada. La montaña no perdonaba el afán.
Las jornadas eran extenuantes, iniciando a las cinco de la mañana, con caminatas de hasta ocho horas. La logística era compleja: guías, cocineros, portadores y escaladores con historias distintas, pero un objetivo común. Juan se sentía acompañado, pero también profundamente solo. En esos silencios encontraba espacio para recordar. Su pareja, sus amigos, sus profesores. Su mamá, que seguro lo imaginaba en otro lugar, más seguro, más cerca.
Cada noche escribía en su cuaderno nombres y palabras nuevas. Quería agradecer. Quería llevarlos a todos a la cima con él.
El quinto día fue el más duro. La última subida comenzó a las 11 de la noche, en medio de una oscuridad total. El frío se volvió enemigo. Juan dejó de sentir las manos, los pies. En un momento, rezagado del grupo, sintió que uno de los portadores lo empujaba. Creyó que era por ir lento. Al voltear, vio que estaba solo.
Y entonces, el sol.
Los primeros rayos calentaron su rostro. A lo lejos, el pico Uhuru lo esperaba. "Estás en el punto más alto de África", decía el cartel. Juan se sentó. Sacó su cuaderno. Sacó los nombres. Los elevó al viento, en un gesto de gratitud, de humildad, de victoria.
Dos meses después, regresó a Colombia. Se vistió de toga, caminó hacia el escenario y recibió su título como ingeniero biomédico. En su mente, volvió a estar allí, en la cima, con el cartel y el cuaderno.
“Al recibir mi diploma, no pude evitar comparar mi pregrado con la experiencia del Kilimanjaro. Muchas veces, sentí que no lo lograría. Sin embargo, allí comprendí que, al igual que en la montaña, en la vida necesitas personas que te guíen, que te apoyen, que te enseñen a hacer pausas, a ir despacio... Y que al final, la recompensa lo vale”.